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En otros casos, hay quien utiliza sus conocimientos pero no necesariamente para hacer el mal. La revista Wired contó hace tiempo la historia de Mohan Srivastava , un matemático experto en estadística que descubrió un fallo de diseño en los cupones del «rasca y gana» canadiense. Tras observar muchos de ellos, llegó a una conclusión: los números no podían imprimirse puramente al azar, pues debían repartirse cierta cantidad de premios pequeños, intermedios y grandes. Si el algoritmo con el que se elegían esas combinaciones no era perfecto los números que quedan visibles en los cupones quizá permitieran adivinar algo sobre los que estaban tapados. De hecho, no necesitaría «rascar» nada: podría anticipar qué cupones eran ganadores y cuáles no. Su fórmula no era perfecta, pero comprobó que funcionaba el 90% de las veces. Habiendo calculado que no le resultaría muy práctico ir de tienda en tienda «mirando» cupones para comprar solo los premiados, se dirigió al organismo de loterías para demostrar su método. Pudo hacerlo sin ser tomado por «numerólogo chiflado» y cuando quedaron convencidos acabaron modificando la forma en que se elegían e imprimían todos esos números y cupones.

Otro notable caso de ingenio humano aplicado a los sorteos fue el de los australianos que compraron todas las combinaciones de la loto para ganar un bote de 27 millones de dólares . Sucedió hace un par de décadas, cuando estos juegos y premios eran un poco distintos de como son ahora: más fáciles, probabilísticamente hablando, y todavía con buenos premios (hoy en día ya no sería posible llevar esta estrategia a cabo). La idea básica era simple: en la lotería de Virginia (Estados Unidos) se había acumulado un bote gigantesco con una probabilidad de 1 entre 7 millones de acertar con la combinación ganadora. Hicieron sus cálculos y vieron que si reunían esos 7 millones de dólares podrían comprar todas las combinaciones posibles y garantizarse el premio, aunque quizá no fueran los únicos en acertar y tuvieran que compartirlo.

Todo pintaba bien, pero la historia se complicó cuando llegó el momento de hacer las apuestas: no era trivial la logística necesaria para rellenar millones de boletos correctamente y validarlos en las tiendas, sobre todo en un tiempo limitado. De hecho, no consiguieron rellenar nada más que unos 5 de los 7 millones de boletos necesarios antes de plazo; aun así las apuestas estaban a su favor, aunque no por mucho. En este caso la diosa Fortuna y –como añadirían los matemáticos– «las leyes estadísticas» fueron sus aliados: la combinación ganadora no solo estaba entre las que habían jugado sino que además era única. Aunque el organismo de loterías examinó con lupa todo lo sucedido pocas cosas había más legales, claras y transparentes. El premio lo cobraron al completo los 2.500 socios del autodenominado «sindicato australiano» que había reunido el dinero. Y haciendo una doble pirueta aprovecharon las leyes fiscales vigentes entre Australia y EE UU para llevárselos libre de impuestos.

La banca también ganó, pero menos.